12/11/2006
Cuando nos despedimos, en ese instante en que antes de volver la espalda aún quedan engarzadas las retinas, comenzó a llover. Nunca sabré si me alegré por las gotas que, como un iman, se me iban adhiriendo entre la frente justo cuando se me habían roto todos los cristales y las máscaras ya no dejaban de caer llenas de lágrimas. Cuando me dí la vuelta para no volver supe que algo de mí se quedaría para siempre en esa acera volviéndome la espalda.
Y aún llevaba el eco de su adiós lamiéndome el espacio entre las costillas cuando escuché su voz temblar entre destellos y el sonido de las gotas suicidándose sobre los adoquines.
- “Hey…”
- “Dime”
- “Sólo quería que supieras que siempre estaré ahí, por si me necesitas, por si un día se te come el mundo ese que llevas a la espalda y no te deja respirar”.
Y yo no supe que decir, se me llevaba ya corriente abajo un afluente inabarcable de ilusiones y desdichas que no cabían ya dentro de mí, y aunque por un instante conseguí frenar y dibujarle mi respuesta en forma de sonrisa, llevaba ya la despedida amordazada con tal saña en los colmillos que se me atrancó la voz. Y sólo pude atravesar la colección de adioses y últimas desesperanzas contra el corazón articulando un “gracias” con un par de labios rotos y sin voz, dejándole al silencio y a la soledad espacio para atragantarse con ese último rayo de sol en sus pupilas.
Se me llevó con demasiada fuerza la corriente. A la fuerza de la gravedad de un mundo inevitable que se abría paso a golpes se le unió la suerte inconcebible en forma de gangrena justo sobre el corazón, llenándome de ausencia el hueco del pecho donde ahora, todavía, resuena el eco atormentado de aquella despedida.
Para que no pudieran clavarse más puñales, me oscurecí hasta confundirme con mi sombra. Cubrí mi piel de piedra para que no pudieran alcanzarle más palabras dichas cuando ya no queda que decir (si no es para clavarlas para siempre como banderillas a la espalda). Hice de aquella carne putrefacta que un día llamaba corazón algo más fuerte que el cristal, para que no se me rompieran nunca más las máscaras. Para que cada emoción nunca llegase a penetrar mi superficie estanca.
Aquel adiós me envenenó todas las células. Y mientras me deslicé perdida en aquel río de mi propia desilusión, crece para agrietarme de dentro hacia fuera.
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